martes, octubre 24, 2006

LA HISTORIA DEL OJO

XII-LA CONFESIÓN DE SIMONA Y LA MISA DE SIR EDMOND
No es difícil imaginar mi estupor cuando vi que Simona se instalaba,
arrodillándose, en la guarida del lúgubre confesor. Mientras ella se
confesaba, yo esperaba con interés extraordinario lo que resultaría de un gesto tan imprevisto. Supuse que el sórdido personaje se precipitaría de su caja para flagelar a la impía. Me dispuse a tirar y golpear al horrible fantasma, pero no sucedió nada: el confesionario permaneció cerrado y Simona no cesaba de hablar frente a la ventana enrejada.
Empecé a cambiar miradas interrogantes con Sir Edmond, pero las cosas empezaron a aclararse poco a poco. Simona empezó a tocarse los muslos, a mover las piernas; mantenía una rodilla sobre el reclinatorio, avanzaba un pie delante, mientras continuaba en voz baja su confesión.
Me pareció que se masturbaba.
Me acerqué suavemente a su lado para descubrir lo que pasaba; en efecto, Simona se estaba masturbando con el rostro pegado a la reja, cerca de la cabeza del sacerdote, con los miembros tensos, los muslos separados, los dedos metidos dentro de la vagina; podía tocarla y le agarré el culo un instante. Entonces oí que decía claramente:
—Padre, aún no le he dicho lo más grave.
Siguió un momento de silencio.
—Lo más grave, padre, es que me estoy masturbando mientras me confieso.
Nuevos murmullos en el interior, y por fin y en voz alta:
—Si no lo crees, te lo muestro.
Se levantó, abrió un muslo frente al ojo de la garita, masturbándose con mano rápida y segura.
—Entonces, cura, gritó Simona, golpeando con fuerza el confesionario, ¿qué haces en la barraca?, ¿también te masturbas?
Pero del confesionario no salió ningún ruido.
—¿Abro entonces?
Y Simona abrió la puerta.
En el interior, el visionario de pie, con la cabeza baja y secándose una frente perlada, repugnantemente perlada de sudor. La joven hurgó por debajo de la sotana, el cura no se movió. Levantó la inmunda falda negra y sacó la larga verga rosada y dura: el cura sólo echó la cabeza hacia atrás con un gesto y un silbido. No impidió que Simona se metiera esa bestialidad en la boca y la mamara con furor.
Sir Edmond y yo, estupefactos, permanecimos inmóviles. La admiración me clavaba en mi sitio; no supe qué hacer sino hasta que el enigmático inglés se adelantó con resolución al confesionario y con delicadeza, apartó a Simona de allí; tomó a la larva de la mano y la sacó de su agujero extendiéndola brutalmente sobre las baldosas, a nuestros pies: el inmundo sacerdote yacía como cadáver, con los dientes contra el suelo, sin gritar. Lo llevamos a cuestas hasta la sacristía.
Permanecía desbraguetado, con la pinga colgando, el rostro lívido y
cubierto de sudor, sin resistir, y respirando con trabajo: lo instalamos en un gran sillón de madera de formas arquitectónicas.
—Señores, balbuceaba lacrimoso el miserable, no soy un hipócrita.
—No, contestó Sir Edmond, con un tono categórico.
Simona le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Don Aminado, respondió el cura.
Simona abofeteó a la carroña sacerdotal, haciéndola tambalear. Luego la despojó totalmente de sus vestiduras, sobre las que Simona, acuclillada, orinó como perra. Luego lo masturbó y se la mamó, mientras que yo orinaba sobre su nariz. Al llegar al colmo de la excitación, a sangre fría enculé a Simona que mamaba con furor.
Sir Edmond contemplaba la escena con su característica expresión de hard labour (sic); inspeccionó con cuidado la habitación donde nos habíamos refugiado. Descubrió una llavecita colgada de un clavo.
—¿De dónde es esta llave?, le preguntó a Don Aminado.
Por la expresión de terror que contrajo el rostro del sacerdote, Sir
Edmond reconoció la llave del Tabernáculo.
Al cabo de un instante regresó, trayendo un copón de oro, de estilo recargado, con muchos angelotes desnudos como amorcillos. El infeliz sacerdote miraba fijamente el receptáculo de las hostias consagradas en el suelo y su hermoso rostro de idiota, alterado por las dentelladas y los lengüetazos con que Simona flagelaba su verga, se había puesto a jadear.
Sir Edmond había atrancado la puerta; buscando en los armarios acabó por encontrar un gran cáliz. Nos pidió que le dejáramos por un momento al miserable.
—Mire, le dijo Simona, las hostias están en el copón y en el cáliz se echa vino blanco.
—Huele a semen, dijo ella, olisqueando las hostias.
—Así es, asintió Sir Edmond, como ves, las hostias no son otra cosa que la esperma de Cristo bajo la forma de galletitas blancas. En cuanto al vino que se pone en el cáliz, los eclesiásticos dicen que es la sangre de Cristo, pero es evidente que se equivocan. Si de verdad fuera lasangre, beberían vino tinto, pero como sólo beben vino blanco, demuestran que en el fondo de su corazón saben bien que es orina.
La lucidez de esta demostración era convincente: Simona, sin más
explicaciones, agarró el cáliz y yo el copón, y nos dirigimos a Don
Aminado que, inerte, en su sillón, se agitaba apenas por un ligero temblor que le recorría el cuerpo.
Simona le asestó un gran golpe en el cráneo con la base del cáliz, sacudiéndolo y acabando de atontarlo. Luego volvió a mamársela, lo que le produjo siniestros estertores. Habiéndolo llevado al colmo de la excitación de los sentidos, lo movió fuertemente, ayudada por nosotros, y dijo con un tono que no admitía réplica:
—Ahora, ¡a mear!
Volvió a golpearlo con el cáliz en el rostro; al tiempo que se desnudaba delante de él y yo la masturbaba.
La mirada de Sir Edmond, fija con dureza en los ojos imbecilizados del joven sacerdote, produjo el resultado esperado; Don Aminado llenó ruidosamente con su orina el cáliz que Simona sostenía bajo su gruesa verga.
—Y ahora, ¡bebe!, exigió Sir Edmond.
El miserable bebió con éxtasis inmundo un solo trago goloso.

1 comentario:

Uno, trino y plural dijo...

Onomatopeyas de éxtasis

Dulces Trepadoras